Un
observatorio estético de la sociedad se ocupa de la belleza. Pues quizá, al
final o desde el principio, todo se trate de lo bello y sus consecuencias
físicas, metafísicas, materiales, conceptuales, artísticas, morales,
ordinarias. O, al menos, todo gira alrededor de la percepción de esa belleza y
su relación inextricable con la felicidad que no es alegría pasajera ni simple
satisfacción, sino un estado simple, trascendente. El observatorio estético
debería ser el rincón del mundo desde el cual se concreta, se estimula, se
preserva una felicidad que nace de la experiencia de cierta contemplación.
Sin
embargo, desde hace dos siglos intentamos proscribir la idea tradicional de la
belleza despojando de humanidad al discurso público apegado al gusto, la contentura,
otras emociones, la sensualidad y el erotismo. Del mismo modo, el abandono de la
noción de verdad pone la filosofía a los pies de la política, mientras esta oscila
entre la ideología y el espectáculo. Con la disolución ontológica de la ética y la estética se ha disuelto la trascendencia, lo sagrado, que debilita el sentido
del bien, el sacrificio y la grandeza.
La necesidad
de un observatorio estético surge en tiempos de tecnologías que no de ciencia, de
artilugios de entretenimiento que no de artes, de representación que no de presentación.
Ciencia, arte y política forman un bajo latente, lejano y continuo que hay que
buscar en los fondos, en las esquinas, en la multiplicidad. Porque un observatorio
es un acontecimiento multilateral con un enfoque y muchas perspectivas.